El silencio en la cabaña era sofocante. Afuera, el viento agitaba las ramas de los árboles, como si la naturaleza misma reflejara el torbellino de emociones que había dentro de mí. Kian estaba sentado al borde de la cama, los codos apoyados en las rodillas y las manos entrelazadas. Su mirada permanecía fija en el suelo, pero podía sentir la tensión en su cuerpo.
Yo también lo sentía. Desde el último ataque de la manada rival, el miedo se había arraigado en mi pecho. Pero no era solo el temor por mi seguridad. Era el miedo a perderlo. A perder esta conexión que, por mucho que intentara negar, se había convertido en parte de mí.
—Emma —su voz rasgó el silencio, baja y quebrada—. No puedo seguir así.