La madrugada en el hospital era una silueta de sombras largas y susurros apagados. Las luces tenues titilaban como si también tuvieran frío, y la calefacción, traicionera y silenciosa, parecía haberse rendido horas atrás.
Sofía abrió los ojos lentamente, como si el mismo aire helado le pesara en los párpados. Sentía la frialdad trepando por sus brazos, como hilos de escarcha recorriéndola, y por un instante pensó en levantarse a buscar una manta. No lo hizo.
Entonces, la voz.
—¿Tienes frío? — Su voz era áspera y la pequeña mujer siente como su piel se eriza ante la voz de Naven.
Sofía parpadeó. Su mirada vagó por la sala hasta encontrarse con la figura de Naven, medio incorporado en la cama, con los ojos sombríos clavados en ella. Su tono había sido neutral, casi clínico, pero Sofía conocía bien sus armas. Las palabras de Naven siempre venían con doble filo.
—No, no… solo estoy mirando —respondió, cruzando los brazos con sutileza—. ¿Tú cómo estás?
—Bien. Solo me preocupaba que con lo