La tarde caía con lentitud, tiñendo los cristales de la habitación con una luz dorada y perezosa. En el aire flotaba una calma pesada, apenas interrumpida por los leves suspiros de Ares y Doki, que dormían en el suelo, acurrucados junto a la ventana.
Sofía estaba sentada en el borde del alfeizar, con la frente apoyada en la fría superficie del cristal. Sus dedos jugaban distraídos con un mechón de su cabello, y su mirada se perdía en los tejados lejanos, donde las primeras sombras comenzaban a alargarse. No sabía cuánto tiempo llevaba así. Ni cuánto más quería quedarse allí.
El silencio no era nuevo, pero ahora dolía diferente. Ella sentía que algo había cambiado.
Un par de suaves golpes en la puerta rompieron el letargo de la habitación.
—Señora Sofía… ¿puedo pasar? —la voz de Inés, siempre amable, se filtró desde el pasillo.
—Adelante —respondió Sofía con un hilo de voz.
La puerta se abrió y la mujer entró con pasos firmes, pero pausados. Llevaba una pequeña caja entre las manos, en