La noche había caído en la Residencia Fort, Sofía se sentó a la mesa con un movimiento lento, como si su cuerpo pesara más de lo habitual. El comedor estaba silencioso, tan amplio y decorado como siempre, pero vacío de alma. Frente a ella, un plato cuidadosamente preparado reposaba intacto. No tenía hambre. En realidad, no sabía si era tristeza, culpa o simple confusión lo que le cerraba el estómago.
— El Señor no vendrá al comedor —dijo Inés, entrando con una bandeja entre las manos y el rostro apacible.
Sofía alzó la vista, aunque ya lo intuía. No lo había visto en todo el día. No desde que estalló esa tormenta disfrazada de conversación, cuando el nombre de Geraldine volvió a sus labios como una daga sin filo, pero igual de hiriente, aunque Sofia sabía que algo se había roto desde la pregunta de Naven y su respuesta contundente.
—¿No va a cenar aquí? —preguntó Sofía, sin poder evitar que su voz sonara más aliviada que preocupada.
Inés asintió con un suspiro leve.
—Me pidi