El sol comenzaba a esconderse tiñendo el cielo de tonos anaranjados y rosados que se filtraban por los grandes ventanales del departamento. Una brisa cálida se colaba por el balcón abierto, moviendo ligeramente las cortinas como si el atardecer susurrara secretos a través de los hilos de tela. Ares, dormía plácidamente en los brazos de Sofía, quien permanecía sentada en el sofá, inmóvil, como si el tiempo también la hubiera alcanzado a ella.
Su mirada estaba perdida, fija en el horizonte, pero su mente vagaba muy lejos, enredada en pensamientos que no lograba ordenar del todo. El peso del día caía sobre sus hombros, más emocional que físico. No había hecho mucho, en realidad, pero estaba agotada. Por dentro.
Y justo entonces, cuando el cielo comenzaba a apagarse, la puerta del departamento se abrió con la lentitud de quien no tiene prisa, pero sí determinación. La presencia que entró lo cambió todo. No se anunció con palabras, sino con energía. Una que se sintió en el aire, en la piel