SIEMPRE TAN DOMINANTE

Sofía despertó con una sensación punzante, como si una aguja invisible le hubiese rozado el centro del estómago. La habitación estaba en penumbras, apenas iluminada por la luz del farol de la calle filtrándose entre las cortinas a medio correr. El aire era denso, y por un instante pensó que aún soñaba.

Pero no. No era un sueño.

Allí, al pie de su cama, estaba Naven.

Sus ojos —grises, metálicos, implacables— la observaban con una intensidad tan callada que su aliento se congeló a medio camino. No lo había oído entrar. No lo esperaba. No debía estar allí.

—¿Qué estás haciendo aquí? —susurró Sofia, con la garganta seca, intentando que la voz no le temblara.

Naven no respondió al principio. Se limitó a dar un paso. Luego otro. Su sombra se alargaba sobre las paredes desnudas del dormitorio, avanzando como si ya le perteneciera. Cada uno de sus movimientos era deliberado, casi ritual. No traía portafolio, ni abrigo, ni palabras conciliadoras. Solo su presencia, firme como una amenaza, sile
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