La mañana se deslizaba suavemente por los ventanales de la mansión Fort. Un aroma ligero a flores frescas flotaba en el aire, traído por la brisa que se colaba entre las cortinas. Sofía se encontraba en la cocina secundaria, esa que apenas era utilizada por los dueños de la casa, pero que parecía ser el territorio indiscutible de Inés.
La mujer, de cabello canoso recogido en un moño impecable, servía el té con una precisión casi ceremoniosa. Sus movimientos eran tranquilos, como si no hubiera nada en el mundo capaz de alterar su ritmo. Sofía la observaba en silencio, con las manos entrelazadas sobre la mesa de madera.
—Aquí tienes, querida —dijo Inés finalmente, colocando frente a ella una taza de porcelana decorada con flores pequeñas—. Manzanilla con un toque de miel. Para calmar los pensamientos alborotados.
Sofía sonrió, agradecida, y tomó la taza entre sus manos.
—Gracias, Inés. Eres muy amable.
—Solo soy una mujer vieja que ha vivido mucho y aprendido a escuchar —respondió la mu