UNA SOSPECHA

Sofía no dijo una palabra el resto del día.

Después de su accidentado encuentro con Naven en la sala, regresó al departamento como si huyera de un incendio. Cerró la puerta, se quitó los zapatos con torpeza y dejó a Eros sobre la alfombra, donde el gatito se estiró feliz, sin la menor idea de la tormenta emocional que su dueña vivía.

Se dejó caer en la cama como una marioneta rota. Se tapó el rostro con ambas manos y soltó un suspiro largo, ahogado, como si intentara liberar todo el calor que aún sentía en las mejillas.

—¡No puede ser! —murmuró para sí misma—. ¡Qué vergüenza!

El recuerdo de Naven, con el torso desnudo, su mirada fija, su voz grave y burlona, volvía una y otra vez, repitiéndose en su mente como una película que no podía pausar. Se tapó el rostro con la almohada y se revolvió bajo las sábanas, deseando que el sueño llegara rápido, como una tregua.

Pero sus pensamientos no se lo permitían.

“¿Nunca has visto a un hombre sin camiseta?”, “Entonces mírame”… esas palabras la
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