El motor del auto rugió suavemente cuando Naven giró la llave de encendido. El interior del vehículo era amplio, cómodo y silencioso, como todo lo que rodeaba a Naven Fort: impecable, ordenado… y helado. Sofía se acomodó en el asiento del copiloto sin decir una sola palabra. Su mirada estaba fija en el horizonte, pero sus pensamientos eran un remolino indomable.
Llevaba un suéter de punto claro, suave, que cubría la mayor parte de su cuerpo, aunque ni la prenda ni el cinturón de seguridad lograban amortiguar la incomodidad que sentía al sentarse. Aún le dolía. No solo físicamente. Su pecho parecía apretado por algo invisible. Y él lo sabía. De vez en cuando, su mirada se desviaba hacia ella mientras conducía, como si buscara alguna señal en su rostro.
Pero Sofía se mantenía estoica.
Ninguno dijo nada durante los primeros minutos. Las calles de Madrid pasaban frente a ellos como un paisaje indiferente. El sol se elevaba con calma, pero dentro del auto el aire parecía estancado.
—¿Dormi