El domingo se presentó con una quietud inusual. La Residencia Fort se hallaba sumida en un silencio que solo se rompía por el murmullo del viento acariciando los ventanales. La luz del amanecer se filtraba suavemente entre las cortinas del departamento de Sofía, colándose con timidez en el salón. Sobre el sofá, envuelta en una manta de lana clara, Sofía dormía profundamente, con Ares enroscado a sus pies.
Naven Fort no tenía planeado entrar aquel día. Pero al salir temprano para una reunión repentina, notó la ausencia de su reloj, un accesorio que rara vez dejaba olvidado. Por simple instinto, se dirigió al departamento contiguo. No golpeó la puerta. No necesitaba hacerlo. Él tenía la llave.
Abrió con naturalidad, y lo primero que encontró fue ese aroma particular que Sofía dejaba impregnado en todo lo que tocaba: una mezcla suave de jazmín y crema de almendras. Avanzó unos pasos, aún envuelto en la frialdad que lo caracterizaba, hasta que su vista se detuvo.
Sofía dormía sobre el sof