La casa donde Rasen se ocultaba no era un refugio, era una tumba. La luz apenas lograba filtrarse por las rendijas selladas con madera, y las velas lanzaban sombras que parecían moverse solas en las paredes descoloridas. El aire estaba cargado de cera derretida y humedad, intensificando la sensación de asfixia que Rasen sentía. Cada paso retumbaba, rompiendo el silencio como un martillo en su cráneo. El mundo parecía empujarlo hacia el abismo.
Pero Rasen no estaba solo. Sariel estaba allí. No solo como un eco en su mente, sino como una presencia viva, serpenteante, inescapable.
—¿No sientes el peso en tus piernas, Rasen? —susurró Sariel, su voz deslizándose como veneno en sus pensamientos—. Es mi regalo para ti. Una prueba de cuánto me necesitas.