La del Retrato Soy Yo

Los latidos de su corazón parecían retumbarle en los oídos, como si cada golpe marcara un nuevo abismo entre lo que era y lo que acababa de suceder.

Rous se sostuvo de la pared húmeda, sus dedos resbalaron por el moho incrustado, mientras su mirada se perdía en aquella habitación pequeña y miserable. El eco de su voz, quebrada y ansiosa se arrastró por el lugar: —¡Caleb! —repitió, con un temblor que le helaba la garganta.

Nadie respondió. Solo el crujido de las vigas y el goteo constante en algún rincón acompañaban su llamado. El silencio era la confirmación más cruel: ese no era su mundo. Solo que ella aun no lo sabía como tal.

Al otro lado del tiempo, Rous del futuro abrió los ojos en la suavidad de un edredón bordado en hilo de oro. Su respiración se volvió agitada, como si de pronto se ahogara en tanto esplendor. Su piel rozaba las sábanas de seda, sus ojos recorrían la perfección de la habitación, el mármol, los candelabros encendidos… y una sonrisa, primero tímida y luego casi extasiada, se dibujó en sus labios.

—Esto… esto no puede ser real —susurró, llevándose las manos al rostro—. ¿Pero lo es? ¡En verdad lo es!

Se levantó con premura, caminando descalza sobre el frío piso de mármol, y sin pensarlo dos veces salió en busca de Caleb. Ella solo pensó que esta vez Caleb había cumplido sus promesas. ¡Aunque no el Caleb que ella conocía!

Sus pasos la llevaron hasta el amplio salón de la mansión. Allí estaba Caleb, sentado con el porte de un hombre que lo tenía todo, hojeando documentos sobre una mesa larga de roble. La luz de la mañana delineaba su silueta, y la sola visión de él hizo que a Rous se le nublaran los pensamientos.

—¡Caleb! —exclamó con voz vibrante, acercándose a él como quien regresa de la muerte.

Él levantó la mirada, extrañado. Algo en el tono de su esposa lo descolocó; no era la voz a la que estaba acostumbrado, sino una mezcla entre fascinación y desconocimiento. —Rous… —respondió, frunciendo el ceño, dejando los papeles a un lado—. ¿Qué ocurre? ¿Por qué hablas de esa forma? ¡Hablas sobre exaltada y agitada! ¿Te encuentras bien?

Ella se detuvo a un par de pasos, los ojos brillantes como brasas. —Dime… dime en qué día estamos. —Su voz se quebró—. Qué año es, Caleb.

Él arqueó una ceja, confundido, pero contestó sin vacilar: —Hoy es catorce de octubre del dos mil treinta y ocho. ¿Por qué lo preguntas? ¿En verdad te sientes bien?

El aire se le escapó de golpe. Rous dio un paso hacia atrás, apretándose el pecho, con el rostro desencajado. Su sonrisa extasiada se desfiguró en un gesto de incredulidad y vértigo. —¡No…! —murmuró—. Esto no es posible…

Caleb se levantó lentamente, estudiándola con una mezcla de sospecha y desconcierto. Se acercó, intentando sujetarla por los hombros. —Rous, ¿qué te pasa? Hablas como si no hubieras estado aquí nunca.

Ella lo miró con los ojos anegados de lágrimas, el corazón golpeándole como un tambor. Cada fibra de su ser sabía que estaba viviendo algo más allá de lo humano, y aunque el miedo le carcomía la razón, una parte de ella, la más oscura, estaba embriagada de aquel lujo… de aquel poder. —¡No juegues conmigo! —mencionó mientras observaba directo a su esposo.

Caleb la miraba con una mezcla de desconcierto y molestia. La mujer frente a él parecía la misma, y, sin embargo, no lo era. Sus palabras, su tono, hasta la forma de respirar… eran extraños.

Rous, consciente de que sus dudas podían delatarla, se lanzó de golpe hacia él, estampando sus labios contra los de Caleb en un beso que ardió como un fuego súbito, un beso distinto, cargado de pasión desesperada y de un deseo que no buscaba amor, sino control.

Caleb quedó inmóvil un instante, sorprendido, para luego corresponder con la intensidad de un hombre que no entendía, pero que tampoco podía resistirse a esa mujer que lo envolvía como nunca lo había hecho.

Cuando se separaron, los ojos de Caleb estaban turbios, confundidos. Rous lo acarició con una sonrisa que intentaba disfrazar su tormento. —Perdóname… estoy cansada. —Su voz era suave, casi seductora, pero había un filo de desesperación oculto entre sus palabras.

Dio media vuelta sin esperar respuesta y se dirigió a la escalera. Sus pasos resonaban por el mármol como martillazos. Al entrar a la habitación, la puerta se cerró de golpe tras ella, y la máscara de control que había sostenido ante Caleb se quebró.

—¡¿Qué demonios está pasando?! —gritó, aferrándose al borde de la cama con los dedos crispados. Su respiración era entrecortada, el pecho subía y bajaba como si quisiera escaparle el alma.

Corrió hacia el espejo de cuerpo entero y se observó. Era ella, su reflejo le devolvía el mismo rostro, la misma piel, la misma figura. Pero todo lo demás era ajeno: la habitación, la época, hasta el aire que respiraba.

El grito que brotó de su garganta fue desgarrador, lleno de una mezcla de terror y furia, un eco que recorrió la mansión como un presagio oscuro. —¡Esto es una maldita locura! Debo averiguar si Caleb me ha mentido o todo esto en realidad es un maldito sueño del que no quisiera despertar.

En algún rincón distante, Caleb frunció el ceño al escuchar aquel grito. Y en otra línea del tiempo, Rous del pasado se llevó las manos al pecho, sintiendo el mismo latido frenético, la misma punzada de angustia, sin entender que en ese instante ambas compartían la condena de un destino que acababa de romperse en dos.

El grito de Rous seguía resonando en los muros de la mansión, vibrando en cada rincón como un eco condenado. Mientras tanto, en el otro extremo del destino, Rous del pasado caminaba tambaleante por el piso húmedo y frío del cuarto donde había despertado. Sus pies desnudos se hundían en la madera carcomida, y cada sombra que se alargaba en las paredes le parecía un monstruo dispuesto a devorarla.

—Esto… esto tiene que ser un sueño… —murmuró, intentando convencerse. Pero su voz temblaba, rota, y en su interior sabía que nada de aquello lo era.

Su mirada se posó en un espejo roto, colgado torcidamente sobre la pared desconchada. Avanzó hacia él con pasos inseguros. Al reflejarse, sintió que el suelo se abría bajo sus pies.

El espejo le devolvía su rostro, pálido y asustado, los ojos desorbitados… pero no había distorsión alguna. Era ella, completa y real, atrapada en ese lugar.

El aire se volvió espeso, y de pronto las dimensiones comenzaron a temblar, como si dos mundos se rozaran en un suspiro prohibido. En el espejo, detrás de su reflejo, una silueta apareció: Rous del futuro, de espaldas, caminando lentamente hacia la cama de la lujosa mansión. El brillo de las cortinas, la seda de las sábanas, todo el esplendor de aquella vida apareció nítido alrededor de la figura.

—¡No… no puede ser! —Rous del pasado se llevó las manos a la boca, horrorizada.

El espejo vibró con un sonido metálico, como un lamento antiguo. Rous gritó desesperada, golpeando el marco roto con ambas manos, intentando ser escuchada desde el otro lado del universo y de la vida que no le correspondía.

—¡Eh! ¡Soy yo! ¡Mírame! ¡Estoy aquí! —su voz se quebraba en sollozos—. ¡Por favor, escúchame!

Pero la otra mujer, su otro yo, jamás giró la cabeza. Rous del futuro, ajena a la presencia en el espejo, continuaba como si nada, hundida en sus propias dudas y en su ansia de control.

Los gritos de la Rous del pasado resonaban sin respuesta, ahogándose en la soledad de ese cuarto miserable. Nadie más podía escucharla. Solo ella era testigo de la condena: el reflejo de su vida robada, caminando lejos, de espaldas, como si su propia existencia no tuviera voz.

Un último alarido rasgó la oscuridad: —¡Esa es mi habitación! ¡Devuélveme mi vida! Quien sea que seas, déjame volver a mi mundo.

El espejo se agrietó aún más, dejando a Rous del pasado hundida en un silencio insoportable.

Los gritos de Rous sacudieron el silencio del edificio, despertando a propios y extraños. Pero quien corrió con el corazón en llamas fue Caleb, convencido de que algo terrible le ocurría a su amada esposa. La puerta del dormitorio se abrió de golpe, con el estrépito de la desesperación. —¿Rous? ¿Amor? —su voz temblaba entre el miedo y la urgencia—. ¿Qué sucede?

Ella giró lentamente el rostro hacia él, y lo que encontró frente a sus ojos que la dejó sin aliento. Era Caleb, sí, pero no el hombre imponente de traje y poder al que estaba acostumbrada. Este era un Caleb humilde, desbordado de preocupación, con las manos aún marcadas por el trabajo y la miseria. Su mirada era la misma, su voz la misma… pero no su mundo. —¿Ca… Caleb? —balbuceó, con la incredulidad golpeándole el alma.

El timbre de su voz, quebrado por la indecisión, sembró en ella un desconcierto punzante, como si las palabras vinieran de un extraño con el rostro amado. —Sí… soy yo. ¿Ocurre algo, mi vida? —murmuró Caleb, y en su súplica había ternura, pero también una distancia imposible de ocultar.

Ese inevitable encuentro no llevó alivio, sino una sombra de desagrado, o quizá de incredulidad, que tembló en los ojos de Rous como un espejo roto.

Las luces titilaron, vacilantes, y la penumbra comenzó a deslizarse por la habitación húmeda, respirando en las paredes como un ser vivo. El aire se volvió espeso, cargado de un silencio que gritaba lo inevitable.

Entonces ocurrió: Rous cayó de repente, como si el mundo hubiera decidido arrancarla de su propio eje; sin aviso, sin un gesto de despedida, sin darle a Caleb la mínima oportunidad de atrapar su cuerpo tembloroso entre sus brazos.

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