Las primeras noches fueron un delirio. Rous del futuro se entregaba a Caleb con una pasión voraz, una intensidad que lo desarmaba y lo dejaba sin aire. Lo besaba como si quisiera devorarlo, lo abrazaba con la fuerza de alguien que había esperado toda una vida para tenerlo, y en cada caricia ardía una necesidad oscura, desesperada, casi peligrosa.
Caleb, fascinado, se dejaba arrastrar por aquella nueva versión de su esposa. No recordaba haberla visto tan encendida, tan entregada, tan hambrienta de él. Era como si la mujer que había conocido hubiese renacido en un fuego imposible de apagar.
En su cuarta noche entregándose al deseo de Caleb, el murmuró. —¿Qué te ha pasado, Rous? —murmuró entre jadeos, besándole la piel con ansiedad—. Nunca habías sido así…
Ella lo atrajo hacia sus labios, lo calló con un beso ardiente, susurrándole al oído: —Aprendí a vivir, Caleb. Aprendí que todo lo que deseo… puedo tenerlo.
Comenzando de esa manera la farsa que ella ya estaba planeando en su mente ambiciosa y segura que todo se lo debía el destino.
Los días siguientes fueron un festín de excesos. Botando todo lo que su antigua dueña poseía en su amplio cambiador, modificaba todo a su gusto y manera de pensar pobre y ambiciosa. Era la misma Rous que ahora vivía en el futuro, pero la mente y la codicia era completamente diferente. ¡En efecto era una Rous diferente!
Rous del futuro descubrió el peso de las llaves del banco, las cuentas infinitas, el dinero que corría como un río inagotable. Se envolvía en joyas, ordenaba compras extravagantes, llenaba habitaciones con vestidos y perfumes, como si quisiera devorar la riqueza antes de que alguien se la arrebatara. Cada gasto era una conquista, cada derroche un recordatorio de que ahora ella era dueña de esa vida.
Caleb al principio sonreía, encantado de verla tan entusiasmada, pero pronto la sorpresa se tornó en preocupación. Esa no era la Rous que él conocía. Su esposa siempre había sido reservada, calculadora, cautelosa con la fortuna. Ahora parecía otra, cegada por una codicia que no podía controlar.
Una noche, mientras la observaba en silencio probándose un collar de diamantes frente al espejo, Caleb dejó escapar un murmullo que no pudo contener: —Estás cambiando, Rous… ¿qué demonios ocurre contigo? Antes ni de broma usarías ese collar tan extravagante.
Ella se volvió lentamente, con una sonrisa peligrosa, y aunque fingió no oírlo, sus ojos brillaban con un secreto que él jamás entendería. —Solo digamos que soy una persona distinta.
Él asintió, aunque en lo profundo de sus ojos había una certeza inquietante: la mujer que dormía en su cama ya no era la misma. Algo había despertado en Rous, algo que no podía controlar… y que comenzaba a devorar su mundo desde adentro.
Inquieto, Caleb buscó refugio en los brazos de su amante. Entre copas y caricias prohibidas, dejó escapar su angustia: —Creo que lo sabe. Me mira distinto… como si pudiera desnudar mis mentiras. Y lo peor es que… ya no parece ella. Se ha vuelto insaciable, ambiciosa, como si sospechara de todo… incluso de nosotros.
La amante lo besó en el cuello y sonrió suavemente. —Entonces mantenla ocupada, Caleb. Cúbrela de lujos, dale todo lo que pida. Una mujer cegada por el exceso nunca mira más allá del oro que acaricia.
Caleb titubeando, como si el miedo lo embargara. —¿Y si ya lo sabe y solo está prolongando lo inevitable?
La amante sonrió con malicia, acariciándole el rostro. —Entonces acaba con sus dudas, Caleb. Haz que se distraiga. Cúbrela de más riqueza si es necesario. Así no tendrá tiempo para interrumpirnos.
Él asintió, aunque la inquietud no se borró de sus ojos. Porque en el fondo, algo le decía que su esposa ya no era su esposa… sino otra mujer que, en silencio, había comenzado a devorar su mundo desde adentro.
Al día siguiente, Rous del futuro se dirigía en su auto hacia la oficina de Caleb. El plan era simple: seguir cultivando aquella vida de riqueza que había heredado como un sueño vuelto realidad. El motor a toda marcha, la ciudad desfilaba ante sus ojos, pero un detalle cambió el rumbo de todo.
Justo antes de llegar a la oficina, al doblar por una avenida de lujo, sus ojos captaron un movimiento que la obligó a frenar. Frente al cristal pulido de un restaurante elegante, vio salir a Caleb. Su andar confiado, la sonrisa en el rostro… pero no estaba solo. A su lado, una mujer de mirada felina y curvas envueltas en un vestido que gritaba provocación.
Rous se inclinó hacia el volante, expectante. Observó con calma, con la frialdad de una cazadora. Caleb abrió la puerta del auto de la mujer, pero antes de dejarla entrar, se inclinó hacia ella y la besó. No fue un beso tímido ni apresurado: fue íntimo, prolongado, cargado de la pasión.
Los labios de Rous no temblaron, su corazón no se aceleró por celos. Todo lo contrario: una sonrisa de ambición se dibujó en su rostro. —Así que… este es tu secreto, Caleb —murmuró para sí, mientras sacaba el teléfono de su bolso y comenzaba a tomar fotografías. Una tras otra, cada beso, cada caricia, quedaba registrado en la memoria y en el dispositivo. No como prueba de dolor, sino como el inicio de una jugada más grande.
En su interior, una chispa de ambición ardió con fuerza. —¡Esta es mi oportunidad! No necesito su amor… necesito su fortuna. Y con estas imágenes, tarde o temprano, será mía.
Esperó a que ambos se despidieran, vio cómo el auto de la amante desaparecía en la distancia y, satisfecha, encendió de nuevo el motor. No había enojo en su mirada, solo cálculo, como si ya estuviera moviendo las piezas de un tablero donde Caleb estaba siendo reducido a un peón.
Rous del pasado que tras varios días y tras reponerse del desmayo, observaba las ventanas y todo a su alrededor. Su reflejo multiplicado en el espejo roto, le recordaba a cada instante que estaba viviendo una vida que no era la suya. Caleb del futuro entró despacio, con el ceño fruncido y un aire cansado.
—Rous… ¿qué tienes? —preguntó, acercándose—. Te noto distante, como si no estuvieras aquí.
Ella lo miró fijamente, sus labios temblando antes de pronunciar palabra. —¡Porque no pertenezco a esta vida, Caleb! —susurró, con un hilo de voz a punto de romperse.
El hombre se llevó las manos al rostro, como si la frase le partiera el alma. —Lo sé, lo sé… —dijo con voz rota—. Nunca te he dado la vida que mereces. Te he fallado una y otra vez, y aun así sigues conmigo. Perdóname, Rous, perdóname por mi miseria, por no ser el hombre que esperabas.
Ella frunció el ceño, confundida. Dio un paso hacia él. —¿Perdonarte? —repitió—. ¿Por qué pides perdón, Caleb? Tú no tienes la culpa de que yo… de que yo esté aquí, en este futuro.
Él se detuvo, parpadeando varias veces, sin comprender. —¿Cómo que este futuro? —preguntó con cautela—. Hablas como si… como si odiaras todo lo que soy, como si lo nuestro estuviera condenado por lo económico, por mi fracaso.
Rous negó con la cabeza con desesperación. —No hablo de dinero, Caleb. Hablo de tiempo… de destino. Yo no debería estar aquí, en este instante, en esta vida. No soy la Rous que tú conoces…
Caleb la interrumpió, tomándola de las manos con fuerza. —¡No digas eso! Eres tú… siempre has sido tú. Y aunque me mires con desprecio, aunque digas que no perteneces aquí, te suplico que me perdones. Yo cambiaré, Rous, juro que cambiaré nuestra situación económica muy pronto.
Ella lo miró, con lágrimas empañando sus ojos. El nudo en su garganta era insoportable. —No entiendes… —susurró—. No entiendes que cuando digo que no pertenezco aquí, no hablo de ti… hablo de mí.
Él la estrechó contra su pecho, temblando como un niño. —Entonces déjame cargar con tu dolor. Si dices que no perteneces a esta vida… yo haré que te sientas parte de ella. Aunque me cueste la mía.