Reflejo Roto

El destino estaba por abrir la brecha y poner de cara a Rous para que enfrentara su pasado y su presente.

Mientras tanto, Caleb observaba desde la ventana del pequeño y humilde departamento cómo la noche se extinguía lentamente. Las luces de la ciudad se apagaban de una en una, como si incluso el mundo se negara a darle consuelo. Rous aún no regresaba, y la ausencia en aquel espacio reducido lo asfixiaba.

Se apoyó en el marco de la ventana, sus dedos apretando la madera astillada hasta que los nudillos se tornaron blancos. —¡Aun si el mundo desapareciera! —gritó al vacío, con la voz quebrada—. ¡Te seguiré esperando, Rous…! ¡Mi adorable Rous!

Sus palabras se disolvieron en la madrugada, y con ellas se fue desgarrando un hombre que todavía creía en un amor que parecía no existir.

Pero lejos de allí, en otro tiempo y en otro mundo, contrastaba con su contraparte. Caleb del pasado disfrutaba del calor de una chimenea en una mansión apartada, rodeado de lujos, mismos que compartía con la Rous de su tiempo. Solo que Caleb de este tiempo no era ni la sombra de Caleb del futuro.

El aroma a vino tinto llenaba la estancia mientras una joven, mucho más provocativa que su esposa, se recostaba en su pecho, jugando con la cadena de oro que colgaba de su cuello. Entrelazando sus piernas con las de él. —Eres cruel —sonrió ella, con voz melosa—. Siempre hablando mal de tu mujer.

Caleb encendió un tabaco y exhaló el humo, acompañado de un trago de ginebra, con una sonrisa cargada de desprecio. —Rous es una ingenua —sentenció, con la seguridad de quien sabe que tiene el control—. Una mujer que se conforma con tan poco, incapaz de ver lo que realmente soy. Cree que me necesita, pero no tiene idea de lo fácil que sería reemplazarla.

La amante levantó la vista, aferrándose al dorso de Caleb, con los ojos brillando de malicia. —¿Y lo harás? ¿La dejarás por mí? Llevamos años saliendo y la preferiste a ella como esposa.

Él la besó con avidez, sujetándole la barbilla y halando su cabello con rudeza. —Pronto, mi amor. Muy pronto. Rous dejará de ser un estorbo. Tú serás mi esposa, y ella… apenas un recuerdo.

Las carcajadas de ambos resonaron en las paredes de aquella mansión, mezcladas con el crujir de la leña en la chimenea.

Sin saberlo, en ese mismo instante, el dolor de las punzadas unía a las dos Rous, mientras los dos Caleb seguían sus caminos: uno muriendo de amor sincero, otro envenenado por la ambición y la traición.

El tiempo comenzaba a tensarse como una cuerda al borde de romperse.

Rous aún jadeaba, con la mano en el pecho, cuando recuperó el aliento en aquella suite. El amante la observaba con el ceño fruncido, entre la preocupación y la impaciencia. —No tienes buen aspecto —dijo con tono seco, apartándose de ella—. Será mejor que lo dejemos para otro día.

Rous lo miró con rabia contenida. No soportaba que la rechazaran. Pero antes de que pudiera lanzar un reproche, él sacó de su chaqueta un fajo de billetes, grueso, perfectamente doblado, y lo dejó caer sobre la mesa como si arrojara migajas.

—Considéralo un adelanto. Nuestra noche será pronto, cuando realmente estés lista.

Ella bajó la mirada al dinero, el brillo de la codicia encendiéndose en sus ojos. Fingió un suspiro de resignación, y con un movimiento lento tomó el fajo, guardándolo en su bolso de piel.

—Eres un hombre difícil —murmuró con una sonrisa envenenada— seguramente fue la disputa con Caleb lo que me ha provocado esto, pero te advierto que la próxima vez serás tú el que se quede sin aliento.

El amante sonrió apenas, satisfecho, y la condujo de regreso al auto. El trayecto fue silencioso, cargado de una tensión que Rous disimuló con elegancia. Cuando llegaron a unas cuadras de la calle gris donde vivía, él detuvo el coche y sin mirarla más, ordenó con voz baja y fría: —No es bueno que te vean llegar en este auto. Baja aquí.

Ella obedeció, pero su orgullo la carcomía desde adentro. Cerrando la puerta con un golpe sutil, observando el auto marcharse entre las luces de la madrugada. El contraste era cruel: de la suite lujosa al asfalto frío, de las promesas doradas al silencio de la miseria.

Rous avanzó desorientada, con el bolso apretado contra el pecho, hasta llegar al viejo edificio donde la esperaba Caleb. Abrió la puerta del departamento, lo encontró allí, de pie, con los ojos rojos por el llanto y la ansiedad dibujada en cada línea de su rostro. —¡Rous! —exclamó, corriendo hacia ella—. Pensé que… que no volverías.

La tomó de las manos, hundiendo su rostro en ellas como un niño aferrado a un último refugio. Sus lágrimas mojaron la piel de Rous mientras él murmuraba súplicas: —Perdóname… fui un necio. No debí gritarte, no debí exigirte tanto. Solo dame una oportunidad más, amor mío, te lo ruego.

Ella lo miró fijamente, sin emoción, como si observara a un hombre desconocido. Después, con una calma calculada, inclinó el rostro y lo besó lentamente, dejando que él sintiera el calor de lo que parecía un perdón. Caleb se quebró, sollozando contra sus labios. —Te amo, Rous —susurró con desesperación.

Ella apartó la mirada, acariciándole el rostro con un gesto casi maternal, ocultando la frialdad que hervía en su interior. —Estoy cansada, Caleb. Quiero recostarme.

Dejó caer el bolso que contenía aquel fajo de billetes sobre el sofá que guardaba recuerdos de alegría y amor entre la pareja, pero también guardaba los resentimientos y habladurías de Rous en la ausencia de Caleb.

Caleb asintió de inmediato, temblando, como si hubiera recibido una segunda oportunidad. La condujo hasta la cama, cuidándola con torpeza, y se quedó observando cómo ella se tendía sobre las sábanas.

Rous cerró los ojos lentamente, fingiendo agotamiento. Pero bajo sus párpados, su mente no descansaba. El dinero en su bolso pesaba como una promesa, y en lo más profundo de su pecho, las punzadas regresaban, recordándole que había fuerzas mayores a las que aún no podía controlar.

La madrugada se volvió densa, cargada de un silencio inquietante. Caleb del futuro se quedó dormido al pie de la cama, con la mano aferrada a la colcha, como si temiera que Rous desapareciera en sus sueños. Ella, inmóvil, respiraba hondo, intentando ignorar las punzadas que regresaban a su pecho como cuchilladas invisibles.

A años luz en el pasado, en ese tiempo donde parecía que Rous llevaba la vida perfecta, La Rous del pasado se recostaba en la habitación de la mansión. El perfume caro impregnaba las cortinas, los retratos colgaban como testigos mudos de su falsa felicidad. Pero el dolor… ese mismo dolor en el pecho la sacudió, obligándola a doblarse sobre sí misma.

Ambas Rous, la del pasado y la del futuro, gritaron al mismo tiempo, sin saber que sus voces atravesaban la grieta invisible del destino. Sus cuerpos temblaron, los ojos se abrieron de par en par y, en un instante imposible, la vida se desgarró como un velo.

El intercambio ocurrió sin aviso. El aire se volvió pesado. Un soplo helado recorrió las habitaciones en ambas épocas, y el tiempo se detuvo solo para ellas.

Cuando la calma regresó, Rous del pasado abrió los ojos y un jadeo de horror escapó de sus labios. No estaba en su lujosa cama, ni rodeada de seda, ni bajo el resplandor de los candelabros. Se encontraba en una habitación húmeda, con paredes manchadas de moho, en una cama estrecha y áspera que olía a humedad y cansancio. El suelo de madera crujía bajo cada paso que daba, y una gotera constante marcaba un compás lúgubre desde el rincón.

—¿Qué es este lugar? —susurró, temblando, apretando las sábanas ásperas contra su cuerpo—. ¡No… esto no puede ser posible!

Los latidos en su pecho eran frenéticos. Sus manos recorrieron las paredes como si buscara una salida, como si el cuarto mismo fuese una prisión. El desespero le arañaba los ojos, llenándolos de lágrimas que no entendía.

Mientras tanto, la Rous del futuro abrió los suyos en la amplia cama de la mansión, envuelta en sábanas de seda que nunca había soñado tocar. Los ventanales dejaban pasar la luz suave del amanecer, iluminando muebles tallados y cortinas de terciopelo. El aire olía a lujo, a poder, a un mundo que no le pertenecía.

Ella se incorporó lentamente, desorientada, con los ojos deslumbrados ante la magnificencia de aquella vida ajena. —¿Dónde… estoy? —balbuceó, tocando el respaldo tallado de la cama—. ¿Sera un sueño?

Ambas mujeres, unidas por el mismo rostro, pero separadas por los años y las decisiones, se habían convertido en prisioneras del destino. Una, condenada al vacío de la miseria. La otra, atrapada en la prisión dorada de un pasado lleno de engaños.

Ninguna de las dos sabía cómo había sucedido. Ninguna entendía por qué. Pero en sus corazones latía la certeza de que nada volvería a ser igual.

Rous del pasado dio un paso firme sobre aquel piso de madera roto y húmedo, con discrepancia e incertidumbre su voz ligeramente mezclada con miedo y desesperación llamó a quien ella conocía como su esposo. —¡Caleb!

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