Milán se volvió lentamente hacia Caleb, limpiándose las manos con un pañuelo que ya estaba manchado de sangre. Su voz sonó fría, profesional, casi serena. —Déjame a mí. No deberías ensuciarte las manos con basura como esta. —Lo dijo sin apartar la vista de los dos hombres que temblaban frente a ellos, las muñecas atadas, la respiración cortada por el miedo.
Caleb, apoyado contra la pared, encendió un cigarro. No respondió. Su mirada era un abismo contenido: fuego y hielo mezclados en una calma asesina. Solo asintió con un leve movimiento de cabeza.
Milán se acercó a los dos jóvenes, sus pasos resonando en el callejón sin salida y con la entrada cerrada, como un reloj que marcaba el fin. —¿Dónde están las cosas que robaron? —preguntó sin levantar la voz. La pregunta, sin embargo, cayó sobre ellos con el peso de una sentencia.
El más corpulento intentó mostrarse desafiante, pero su voz temblaba. —¿Quiénes son ustedes? ¿Por qué tanto interés? No hicimos nada… Compartiremos el dinero si e