El avión aterrizó en Fiumicino bajo un cielo plomizo que amenazaba lluvia. Brany no había dormido en todo el vuelo. Las palabras de Piotr, la foto del periódico, su propio mensaje desafiante, giraban en su cabeza como cuchillas. Cada uno de sus pasos por el aeropuerto le parecía irreal, como si caminara sobre una delgada capa de hielo sobre un abismo. Había regresado, pero no era la misma mujer que había huido.
Alquiló una habitación en un pequeño hotel cerca de la estación Termini, un lugar anónimo de paredes amarillentas y olor a cigarrillo rancio. No era la suite lujosa de antes. Aquí, el mundo exterior se colaba por los resquicios de la ventana mal sellada. Desde allí, podía llegar a la Fontana di Trevi en quince minutos a pie. Quería estar cerca, pero no demasiado. Necesitaba control, aunque fuera una ilusión.
Las primeras veinticuatro horas transcurrieron en una agonía de silencio. Su teléfono, ese dispositivo desechable que era su único vínculo con la bomba que había activado,