El sol de la mañana bañaba Roma con una luz dorada que a Brany le parecía una burla cruel. La belleza de la ciudad había perdido su encanto, manchada por la amarga verdad. No había dormido. Había caminado durante horas, perdida en un laberinto de callejones y recuerdos, cada uno envenenado por la duda. ¿Era Sergey sonriendo en la nieve? ¿Era Andrey observándola con frialdad en su sueño? ¿Cuál de ellos era real? La conclusión era la más dolorosa: ninguno.
Regresó al apartamento con el cuerpo pesado y el alma hecha añicos. Al abrir la puerta, se encontró con que Iván, pálido y con evidentes signos de haber pasado una noche igual de intranquila, le tendía una taza de té.
—Brany —comenzó a decir, con una voz inusualmente suave.
—No —lo interrumpió ella, con una frialdad que logró dominar el temblor de sus manos—. No quiero oírlo. Ni una palabra. Usted lo sabía. Todos lo sabían.
Iván asintió lentamente, sin intentar negarlo.
—Lo sabía. Y no es una excusa, pero creí… creí que era una tonter