Mientras Brany empaetaba una maleta pequeña con manos temblorosas pero resueltas, Andrey observaba la ciudad desde su suite. La rosa marchita aún estaba sobre la mesa, un recordatorio mudo de su fracaso. Yakov entró, silencioso como una sombra.
—El jet está listo. El clima en San Petersburgo es frío, como de costumbre.
—¿Alguien la sigue? —preguntó Andrey sin volverse.
—No, como usted ordenó. Ella… ella compró un billete de avión comercial. Sale en cinco horas.
Una sonrisa torcida y amarga se dibujó en los labios de Andrey.
—Valiente hasta el final.—Guardó silencio un momento—. Asegúrate de que la dacha esté preparada. Que no haya guardias. Que esté vacía. Ella debe sentir que puede entrar… y salir. Es su elección.
—Jefe, es un riesgo. Esa casa… tiene muchos recuerdos. Muchos secretos.
—Todos mis secretos le pertenecen ahora, Yakov —susurró Andrey, y por primera vez, su hombre de confianza creyó detectar un atisbo de rendición en su voz—. Ella puede hacer con ellos lo que quiera.
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