Volver a casa después de una fiesta nunca había sido tan confuso. Me dolían los pies y la cabeza me daba vueltas como si aún siguiera dando las volteretas de hacía un rato con Jenny. Las medias de seda que me había tomado —esos tragos que servían en vasitos finos y que sabían a perfume de frutas— me habían nublado el juicio más de lo que estaba dispuesta a admitir. Aunque intenté mantenerme en control, mi risa nerviosa y mis pasos zigzagueantes me delataban.
Jenny, como siempre, fue el alma de la fiesta. Cada vez que escuchaba una de sus “tantas canciones favoritas” —que, si me preguntan, era prácticamente toda la playlist del DJ— me tomaba de las manos y me obligaba a girar con ella en medio de la pista, rodeadas por luces estroboscópicas y el perfume alcoholado y dulce del ambiente. Fue divertido. Más de lo que esperaba. Pero también… bastante extraño.
Durante los momentos de quietud —que fueron pocos— sentía como si el mundo a mi alrededor se partiera en pedazos. Tenía pequeños d