Terry conducía la camioneta con una urgencia feroz, los nudillos blancos sobre el volante mientras el vehículo devoraba el asfalto de la noche, en el asiento trasero, Nero sostenía a Natalie entre sus brazos con un cuidado desesperado, como si el solo contacto pudiera impedirle deslizarse hacia un abismo irreversible, sabía que su Alpha le había encomendado la misión más importante que jamás recaería sobre él, no podía fallar, no la podían perder, pensaba el lobo mientras la cabeza de Natalie reposaba en su hombro, embarrándolo de sangre, algo que le preocupaba, que ella nunca había dejado de sangrar; y su piel se había convertido en un velo pálido y sus labios apenas si temblaban con la sombra del aliento, luego de que perdiera el conocimiento.
—¿Cómo está? —la voz de Terry, ronca y quebrada se perdió entre el rugido del motor y el latido acelerado del miedo, era la luna de la manada, la que los guiaría, la que los aceptaba, no tendrían otra, no querían perderla.
—Todavía respira —mu