Antonio Santori miraba con expresión meditabunda a sus hombres. Sus ojos, oscuros e insondables, se desviaron hacia el extraño "presente" que le habían llevado y que, en sí mismo, representaba una increíble muestra de poder y supremacía.
—¿Me están queriendo decir que mi hijo mató a cuatro hombres, entre ellos una golondrina?
—Es lo que se nos informó, señor.
—¿Y que le arrancó esta mano aparentemente a mordiscos?
El hombre guardó silencio. Entre la mirada inquisitiva de su jefe y la irrealidad de los hechos acontecidos, dudaba hasta de su nombre.
—Traigan a Oliver ante mí.
El muchacho se sentó frente a él con el nerviosismo de una rata, como si el hombre se tratara de un maestro estricto y no su padre.
Antonio, que se reconocía a sí mismo como un excelente juez de carácter, dejó que su hijo se delatara solo. Desdobló el trapo que cubría la mano cercenada y se la enseñó unos instantes. Oliver volteó la cara, en un gesto de pavoroso horror.
—¿De las hazañas de quién estás intentando