No soporto mi estómago. Mi erección palpita con un dolor casi insoportable, y ni siquiera recuerdo cómo terminé en la cama.
Intento moverme, pero las náuseas me invaden. Como puedo, enciendo la luz. Me incorporo lentamente, sujetando mi cabeza con ambas manos; va a estallar.
La luz me quema los ojos. Camino tambaleante al baño. Me apoyo en el lavabo y vomito con fuerza. Un líquido amargo me sube por la garganta, y me enjuago la boca mientras echo la cabeza hacia atrás, buscando aire.
Me lanzo agua en la cara. El frío no ayuda.
Alzo la vista y me encuentro en el espejo.
—¿Qué diablos...? —murmuro. Hay un moretón oscuro, visible y fresco en mi cuello.
Salgo del baño. Al mirar la cama, noto una mancha de sangre. Miro mi cuerpo: estoy sucio, pegajoso, manchado.
El corazón me late como si quisiera salirse del pecho. Una onda de calor me recorre entero. Los recuerdos me golpean, sin piedad, como piedras:
"Te daré un calmante. No me gusta verte así."
"Hoy me harás el amor. Te lo prometo."
"H