—No pienso dejarte ir sin que desayunes —advirtió Tristán, con esa firmeza encantadora que a veces lograba desarmarme.
—¡Mira la hora que es! Me olvidé completamente de mi padre… —revisé el móvil, angustiada—. Tiene varias llamadas perdidas.
—Si te calmas y respiras, verás que ese problema ya está resuelto. Apostaría mi inmortalidad a que Abby y tu abuela ya habrán calmado a Albertico —dijo con tono despreocupado.
—Tristán, no te refieras a mi padre de esa manera —le reclamé, con el ceño fruncido. Él sonrió.
—Está bien, cariño. Lo dejaré… si me permites prepararte un desayuno en condiciones.
—Te lo acepto porque, sinceramente, estoy hambrienta.
—Entonces, en contra de mi voluntad, te dejaré para que te vistas. Tómate tu tiempo, te espero en la cocina —dijo, devolviéndome la sonrisa.
Mientras me vestía, el delicioso aroma que flotaba en el aire me hizo imaginar una cocina digna de un hotel cinco estrellas. Tristán realmente se estaba esmerando. Sin embargo, aquel olor reconfortante pro