El frío que me invadió no era el de la noche. Era un hielo que nació en mis venas, congelando el tiempo por un instante. La cabaña, que había sido un refugio precario, se sentía de pronto como una tumba abierta. En el suelo de tierra, el símbolo de sangre parecía palpitar, un ojo carmesí que me observaba desde un abismo de odio. "Te vemos. Llorarás."
La quietud era lo más antinatural. El bosque, siempre vivo con el susurro de los insectos y el lejano ulular de los búhos, estaba en un silencio sepulcral, como si la misma naturaleza contuviera la respiración ante la profanación. El conejo no estaba simplemente muerto; estaba dispuesto. Sus pequeñas patas estaban extendidas en una parodia de rendición, su pecho abierto con una precisión quirúrgica que hablaba de una mano firme y un propósito cruel.
—¡A cazar! —rugió Nera dentro de mi cabeza, una tormenta de furia primigenia que amenazó con romper mi autocontrol—. ¡El olor de quien hizo esto aún está fresco! ¡Síguelo! ¡Rómpelo! ¡Arráncale