El primer sonido del día no fue el canto de un pájaro ni el murmullo del clan despertando. Fue el pesado crujido de las botas sobre la grava justo fuera de mi ventana, un recordatorio brutal y rítmico de mi nueva realidad: el cambio de guardia.
Me levanté y me asomé por la ventana. El sol de la mañana se filtraba entre los árboles, pero dentro de la cabaña, las sombras se sentían más frías y más densas que de costumbre. Mi hogar, mi refugio, se había convertido en mi celda. Los dos guardias, estatuas de carne y hueso, se miraron, asintieron sin una palabra y cambiaron de puesto. Eran extensiones de la voluntad de Rheon, sus ojos estaban tan vacíos como su lealtad ciega hacia el Alfa.
Una oleada de pánico, claustrofóbica y helada, amenazó con ahogarme. Estaba atrapada. Sola. A merced del hombre que me había asesinado. Cerré los ojos con fuerza y llevé una mano a mi vientre. Sentí el leve movimiento de mis hijos, un eco de vida que se negaba a ser extinguido. No. El pánico era un lujo.