Los días que siguieron a mi humillación en el claro se convirtieron en una nueva forma de tortura, una más sutil y exasperante que cualquier batalla física. Ashen era un maestro implacable, y su método de enseñanza era el silencio. Cada mañana, antes de que el sol tiñera de rosa las cumbres, yo dejaba a mis hijos durmiendo en la seguridad de la cueva y me reunía con él en el claro helado. El beso que dejaba en sus frentes era una promesa y una disculpa; les pedía perdón por dejarlos, pero les prometía que cada segundo de ausencia era para forjarme en el escudo que necesitarían.
Y cada mañana, la lección era la misma.
— Siéntate — era su única orden.
Y yo me sentaba sobre la tierra fría, con las piernas cruzadas y la espalda recta, mientras él se situaba a varios metros, inmóvil como una estatua de granito. Al principio, la rebeldía ardía en mí. Mi cuerpo, aún dolorido por la paliza que me había propinado, ansiaba el movimiento, la acción. El frío se filtraba a través de mis pieles, y