Desperté antes de que el primer rayo de sol se atreviera a tocar las cumbres de las montañas. Sentía que un nerviosismo gélido, ajeno a la temperatura de la cueva, se había instalado en mi estómago. A mi lado, en el nido de pieles, Caelus y Diana dormían; sus pequeños pechos subían y bajaban con un ritmo tranquilo y perfecto. Eran mi ancla, la razón tangible de la locura que estaba a punto de cometer. Dejarles, incluso por unas horas, se sentía como una traición a mi instinto más primario.
Avivé el fuego con cuidado, asegurándome de que el calor duraría. Me vestí en silencio, eligiendo las pieles más resistentes que tenía. Cada movimiento era deliberado, una preparación no solo física, sino mental. Hoy no era una loba huyendo, ni una madre escondiéndose. Hoy, era una aprendiz.
Salí al claro. El aire de la madrugada era puro y cortante, y el mundo estaba bañado en los tonos grises y azulados que preceden al amanecer. Él ya estaba allí.
Ashen me esperaba en el centro del claro, de espal