Pasó una semana. Siete amaneceres en los que me enfrenté a la lección del silencio, y siete atardeceres en los que regresé a mi cueva con un conejo o un par de aves, presas conseguidas no con la furia de una loba, sino con la precisión de un cuchillo. El agotamiento mental era más profundo que cualquier cansancio físico que hubiera conocido. Luchar contra mi propia impaciencia, contra el rugido constante de Nera que exigía velocidad y fuerza bruta, era una batalla que libraba a cada segundo.
Pero estaba funcionando. El mundo a mi alrededor había dejado de ser un telón de fondo para convertirse en un lenguaje. Empezaba a entender su gramática: el grito de un halcón era una advertencia, el silencio súbito de los insectos, un presagio. Mi rabia no había desaparecido, pero ya no era un incendio forestal incontrolado. Ahora era el fuego contenido de una forja, esperando a ser moldeado.
Creía que estaba progresando. Creía que empezaba a entender. Qué ingenua fui.
Aquella mañana, Ashen no me