Mi decisión estaba tomada.
Con un suspiro que se convirtió en una nube de vaho en el aire helado, di un paso deliberado hacia el cuerpo del alce. Fue un acto de fe, un movimiento que iba en contra de cada instinto de desconfianza que la traición de Rheon había grabado a fuego en mi alma. Nera, en mi mente, gimió en una protesta silenciosa, su miedo a una trampa luchaba contra la lógica innegable del hambre.
El mundo permaneció en silencio, envuelto en la quietud de la nieve que caía. No hubo una emboscada. Ningún depredador saltó desde las sombras. Las montañas me observaban, impasibles. Puse una mano temblorosa sobre el flanco del alce. Su pelaje aún conservaba un vestigio de calor vital bajo la capa de nieve. Era real. Era un regalo. Y al tocarlo, sentí que acababa de firmar un contrato cuyo contenido desconocía por completo.
La realidad práctica de la situación me golpeó de inmediato. Tenía un animal enorme, de cientos de kilos, en medio de un claro. No podía moverlo. Tenía que des