Dejé atrás el claro de mi visión, pero el eco de la sangre y el fuego me seguía como una segunda sombra. El talismán en mi mano era una brasa fría, un recordatorio constante de que el futuro que había visto no era una pesadilla, sino un destino esperando a ser sellado. Y yo no pensaba permitírselo.
Mis pasos ya no eran los de una loba que huye, sino los de una cazadora. El poder que había sentido al tocar el talismán no era un torbellino caótico, sino una corriente helada de claridad que recorría mis venas. Me sentía más viva, más consciente que nunca. Cada sonido del bosque, cada hoja que crujía bajo mis pies, llegaba a mis oídos con una nitidez abrumadora. Mi presa no era un ciervo ni un conejo, sino algo mucho más venenoso. No fui a la cabaña de Aneira; sus advertencias ya se habían hecho carne en mi memoria. No busqué a Dorian; su lealtad era un tesoro que no podía arriesgar todavía. Y definitivamente no fui hacia Rheon. Para enfrentarse al arquitecto de la traición, primero había que desarmar a su más devota constructora.
Syrah.
Sabía dónde encontrarla. Todas las mañanas, después de su primera comida, Syrah caminaba por el sendero que bordeaba el arroyo del este, un ritual de vanidad que, según ella, "aclaraba su piel y su mente". Yo sabía que solo lo hacía porque el camino era visible desde los campos de entrenamiento, y le encantaba ser observada por los jóvenes guerreros que admiraban su belleza y su porte.
La esperé, oculta entre los helechos, tan quieta que podría haberme confundido con una roca cubierta de musgo. Sentía los latidos de mis hijos no como un pánico, sino como un tambor de guerra, un ritmo constante que alimentaba mi resolución. Cuando apareció, caminando con esa falsa elegancia suya, salí de entre las sombras.
Se detuvo en seco, y por un instante, su máscara de dulzura se resquebrajó, revelando una sorpresa genuina y un destello de irritación. No le gustaba que nadie le robara el escenario.
—Naira… —dijo, recuperando la compostura en una fracción de segundo y forzando una sonrisa radiante—. Me has asustado. ¿Qué haces aquí tan temprano? Deberías estar descansando. Tu rostro está pálido.
Ignoré su falsa preocupación. Me acerqué con parsimonia, tenía los ojos fijos en los suyos, observando cómo su sonrisa flaqueaba ante mi silencio.
—No podía dormir —respondí, mi voz era tranquila, casi casual, desprovista de la emoción que ella esperaba—. Tuve un sueño muy extraño.
Su sonrisa se tensó en los bordes. —¿Ah, sí? Las pesadillas pueden ser un fastidio. Aneira debería darte algo para eso.
—No era una pesadilla. Era… vívido. Soñé con el Salón del Consejo. Estaba lleno de ancianos, y todos me miraban. Estabas tú también. Parecías muy preocupada por mí.
Syrah soltó una risita nerviosa, el sonido era demasiado agudo y no pude evitar fruncir el ceño con irritación. Se llevó una mano al pecho en un gesto de inocencia estudiada. —¿Yo? Bueno, claro que me preocupo por ti. Somos como hermanas. Siempre lo he dicho.
—Sí —asentí, dando un paso más, invadiendo su espacio personal. Pude oler el sutil cambio en su aroma, una nota agria de ansiedad bajo la lavanda—. Tan preocupada que en mi sueño, sentí un pinchazo. Aquí. —Rocé mi propio brazo, justo donde ella me había inyectado el acónito—. Un veneno helado. Curioso, ¿no?
El color desapareció del rostro de Syrah. Su fachada se estaba desmoronando, ladrillo a ladrillo. Sus ojos pasaron de una falsa calidez a una fría cautela.
—Naira, creo que la falta de sueño te está afectando —dijo, su voz perdió la melodía y se volvió plana, cortante—. Tal vez Rheon tiene razón. Has estado muy inestable últimamente. Deberías volver a tu cabaña.
—¿Eso dice él? ¿Que estoy inestable? —incliné la cabeza, fingiendo tristeza, disfrutando del pánico que empezaba a arremolinarse en sus ojos—. Quizás tenga razón. También he estado pensando mucho en la descendencia. En lo importante que es para el clan tener herederos fuertes, de un linaje puro. Y no una… —hice una pausa deliberada, mirándola directamente a los ojos y usando las mismas palabras que había escuchado en el templo, saboreando cada sílaba— …una descendencia fallida.
Fue como si la hubiera abofeteado. El último vestigio de amabilidad desapareció de su rostro, reemplazado por un odio puro y sin diluir. Su postura cambió, sus hombros se tensaron. La loba depredadora que vivía bajo la piel de la dama amable estaba asomando las garras. Ya no éramos dos lobas hablando junto a un arroyo. Éramos dos reinas rivales en un campo de batalla, y yo acababa de cantarle jaque.
—No sabes con quién te estás metiendo —siseó, su voz un veneno real esta vez, bajo y peligroso.
—Creo que empiezo a saberlo perfectamente —repliqué, mi voz no tembló. Me mantuve firme, anclada por la certeza de mi dolor—. Y tú también deberías empezar a entender con quién te metes tú.
No esperé una respuesta. No le di la satisfacción de tener la última palabra. Di media vuelta y comencé a caminar de regreso hacia el corazón del clan, de vuelta a mi casa, sintiendo su mirada ardiendo en mi espalda. No me atacaría; no era tan estúpida. Un ataque directo la expondría. Pero yo había cometido un error calculado: le había mostrado mis cartas. Le había hecho saber que conocía el juego.
El alivio de haberla enfrentado, de haber visto el miedo en sus ojos, duró solo un segundo. Fue reemplazado por una comprensión helada de todo lo que se me venía encima, sentí la adrenalina recorrer mis venas y calentar mi cuerpo.Esto ya no era una conspiración secreta que se movía en las sombras. Acababa de arrastrarla a la luz. Acababa de convertirla en una carrera. Syrah correría hacia Rheon para advertirle que yo lo sabía todo, que era un peligro que debían neutralizar de inmediato. Tendrían que acelerar sus planes, volverse más descuidados, más peligrosos.
Había golpeado primero, sí. Pero al hacerlo, había despertado a la serpiente. El juego acababa de empezar, y el siguiente movimiento en el tablero, su movimiento, sería mucho más sangriento. Y yo tenía que estar preparada.