— Adelante, mi Luna. La estaba esperando. — Las palabras de la anciana flotaron en el aire, cargadas de una calma omnisciente que parecía tan antigua como los árboles que nos rodeaban. No eran una invitación, sino la confirmación de una cita inevitable, un hilo del destino que me había guiado hasta su puerta.
Con la solemne sensación de estar cruzando un umbral mucho más importante que el de una simple cabaña, entré y la encontré sentada junto a una pequeña mesa, puliendo un antiguo broche de plata con la insignia de su difunto compañero. La habitación estaba llena de artefactos: tapices descoloridos que contaban historias de Alfas olvidados, estantes llenos de rollos de corteza de árbol y tablillas de piedra con runas grabadas. Era un museo viviente.
— Luna Naira — dijo, sin levantar la vista del broche. No había sorpresa en su voz. — Esperaba que llegara una hora más tarde. Siéntese. —
Su calma me desarmó. Me senté en la silla de madera frente a ella, sintiéndome como una cachorra n