La visión se desvaneció con la violencia de un trueno silencioso, arrojándome de vuelta a la quietud de mi cabaña. Caí hacia atrás, tropezando con mis propios pies hasta que mi espalda golpeó la pared de madera, el impacto seco me robó el poco aire que quedaba en mis pulmones. Jadeaba, no por esfuerzo físico, sino por el shock puro y absoluto. Mi corazón martilleaba contra mis costillas como un tambor de guerra frenético, y un sudor frío perlaba mi frente.
El calor sofocante de mi propia rabia había sido reemplazado por un frío ajeno, un frío de picos montañosos y nieve eterna que se había aferrado a mi alma. Miré mi mano, la que había tocado el talismán, como si fuera la de una extraña. Estaba temblando incontrolablemente. Sobre la mesita de noche, el talismán de hueso lunar yacía inerte, despojado de toda energía, un simple trozo de hueso y piedra que guardaba un secreto imposible.
“¿Qué ha sido eso?” La pregunta resonó en mi mente, pero no fue mi propia voz la que respondió.
“¡Una