Ren se pasó toda la clase con las mejillas encendidas y el corazón enloquecido. Hyeon, maldito alfa arrogante, no dejaba de inclinarse hacia él para susurrarle cosas al oído.
— ¿Tienes un lápiz extra? —murmuró con esa voz baja, rasposa, justo contra su cuello.
Ren se lo pasó sin mirarlo. Pero el roce de sus dedos bastó para estremecerlo.
—Se te cayó la goma... —agregó Hyeon minutos después, apoyando una mano en su muslo para alcanzar el objeto.
Ren apretó los dientes. No podía concentrarme. Las palabras en el cuaderno se mezclaban con imágenes de lo que no debía estar imaginando. Su cuerpo reaccionaba solo. Sentía un cosquilleo detrás de las orejas, un ardor bajo el ombligo.
Cada vez que Hyeon le rozaba el brazo o le hablaba, Ren sentía que se derretía por dentro. Y lo peor era que Hyeon lo sabía.
Cuando sonó el timbre, Ren se levantó de golpe como si le hubieran disparado. Metió todo en la mochila de un solo movimiento y salió del aula sin mirar atrás.
—¡Ren! —llamó Hyeon con una med