Mundo ficciónIniciar sesiónLa oscuridad tenía un peso extraño. No era un lugar, ni un sueño. Era un silencio inmenso, un hueco que parecía tragarse todo lo que alguna vez fue Laura. No sabía cuánto tiempo llevaba allí. Podían ser segundos o siglos. No sentía su cuerpo. No sentía dolor. No sentía nada.
Pensó que había muerto. Y por primera vez en su vida, la idea de desaparecer no le resultó tan horrible. No había gritos. No había insultos. No había miedo. Solo vacío. Hasta que una luz apareció a lo lejos, delgada como un hilo, temblando como si también tuviera miedo. Laura intentó acercarse, pero no tenía piernas. Quiso gritar, pero no tenía voz. Sin embargo, algo la arrastró hacia adelante, suave al principio, y luego con una fuerza irresistible, como si la luz fuera un remolino decidido a devorarla. Una voz susurró desde alguna parte del vacío: "Lucía…" Laura trató de aferrarse a la oscuridad. A lo conocido. A lo que era suyo. "Lucía…", repitió la voz. No era la de su madre. No era la de Víctor. No era la del médico diciendo "no responde". Era una voz elegante, dulce… pero triste, como un eco que se repetía desde un abismo antiguo. Cuando la luz se tragó la última sombra, un impacto frío la recibió. Respiró. Laura respiró. Aire. Aire real. Pero no abrió los ojos. Tenía miedo. Un nuevo olor la envolvió. Nada de cigarrillos, alcohol o comida frita. Era una mezcla de flores frescas, cera perfumada… y algo más: pureza. Y también mezcla de incomodidad. Algo pesado sobre su cuerpo. Tela gruesa, suave, cara. Escuchó murmullos. —¿Mi lady? —¿Despertará? —No deberíamos estar aquí… si despierta, podría… Un silencio lleno de pánico. Laura frunció el ceño. La voz que temía no era la de su madre. Era de… ¿jóvenes? ¿sirvientas? El tono devoto, temeroso, con cada palabra cargada de respeto y miedo. Laura abrió los ojos. Era una habitación desconocida Una cúpula blanca se alzó sobre ella, decorada con filigranas doradas que brillaban a la luz de un enorme ventanal. Cortinas de terciopelo caían desde el techo hasta el suelo de mármol pulido. Alrededor, muebles tallados, un tocador de madera rojiza, jarrones con flores frescas, y un espejo enorme que reflejaba la cama donde yacía. Nada de eso pertenecía a su mundo. —¡Mi lady! —exclamó una joven de ojos verdes. Laura se enderezó tan rápido que la cabeza le dio vueltas. —¿Qué… qué…? —intentó hablar, pero su propia voz la sobresaltó. No era su voz. Sonaba más clara, más suave, más… carente de la aspereza que habían dejado años de gritos y supervivencia. Otra chica, de cabello recogido en un moño apretado, se acercó temblando. —S-señorita lucia … usted… usted estaba inconsciente… ordenó que nadie la molestara… pero… pero se desmayó, nos asustó que no despertara… Laura dejó de escuchar después de una palabra. Lucía. El nombre cayó sobre ella como un balde de agua helada. Cual lucía Lucía de pradera. La villana de "Corazón de Primavera", su novela favorita. La villana más odiada, más temida, más cruel. Y la mujer destinada a morir ejecutada por traición. —No… —susurró Laura, llevándose una mano al pecho—. No puedo ser… no… Pero sus dedos se clavaron en un vestido carísimo, de seda suave y bordados finos. Sintió la textura imposible, exuberante, lejos de las telas baratas que usaba en el bar. Saltó de la cama. Las sirvientas se apartaron como si fuera una serpiente venenosa. —¡P-perdón, mi lady! ¡No queríamos interrumpirla! ¡Simplemente…! —balbuceó una de ellas. Laura retrocedió. Sin pensarlo, miró hacia el espejo. Lo que vio hizo que su corazón dejara de latir por un segundo. No era su rostro. Era el de Lucía. Cabello negro, tan brillante que parecía tinta derramada. Ojos grandes, color ámbar oscuro. Piel pálida, perfecta. Labios rojos. Hermosa de una forma elegante, etérea, casi cruel. Pero había algo más. Un resto de maquillaje corrido en la mejilla. Y debajo… Moretones. Oscuros. Profundos. Laura tragó saliva. —¿Qué… qué es esto? —tocó su cara, sintiendo cómo el dolor se activaba en cuanto presionaba—. ¿Quién me…? Las sirvientas intercambiaron miradas, aterrorizadas. —Mi lady… usted nos prohibió hablar de eso —respondió la más joven, bajando la mirada al suelo—. Pero… su señor padre… él… No terminó la frase. No hizo falta. El estómago de Laura se contrajo. Tuvo un recuerdo que no era de ella. El padre de Lucía. Recordaba lo que la novela decía sobre él: manipulador, violento, cruel. Un hombre que había convertido a su hija en un arma para obtener poder. Un monstruo que controlaba todo lo que ella hacía. Y quien la golpeaba cuando no hacía lo que él pedía. Laura retrocedió un paso. —No soy… —empezó a decir, pero algo dentro de ella la detuvo. No podía decir la verdad. No podían creerla. Podrían matarla. Ella estaba en el cuerpo de la villana más odiada. Si decía algo extraño, si cometía un error, podría desencadenar exactamente el destino que quería evitar. Un destino sangriento. Laura respiró hondo. —Pueden retirarse —ordenó. La voz no era fuerte. Pero sonó firme. Al instante, las tres sirvientas hicieron una reverencia y salieron apuradas. Laura se quedó sola frente al espejo. Y por primera vez, el peso del nuevo mundo cayó sobre ella. —Estoy… muerta —susurró—. Y ahora… soy tú. Lucía. Pero por qué la villana, reencarné para morir de nuevo no puedo ser otra vez La mujer condenada. Comenzó a recordar su muerto para entender que había sucedido. Un zumbido atravesó su cabeza. Un destello blanco. El sonido del golpe. El grito de su madre. "¡Levántate, maldita sea!" Laura se llevó las manos a las sienes. La memoria del golpe regresó con una claridad desgarradora. Recordó la sensación del cráneo al partirse. El frío extendiéndose por su cuerpo. El silencio. La voz llamándola "Lucía". Y luego… esto. —¿Por qué? —murmuró—. ¿Por qué a mí? La única respuesta fue el rumor del viento entre las cortinas. Cual es mi destino. Un golpe seco resonó en la puerta. Laura dio un brinco. —¿Sí? —balbuceó. La puerta se abrió de inmediato. Y él entró. El duque. Era alto, de expresión pétrea, con ojos grises que parecían atravesarlo todo. Su presencia llenó la habitación de un frío cortante. Vestía prendas oscuras, impecables, cada detalle calculado. Era la elegancia del poder, pero también la sombra del miedo. Laura sintió cómo el corazón empezaba a latirle desbocado en el pecho. —Veo que finalmente despiertas —dijo él, sin emoción. Su voz era profunda, seca, autoritaria. La clase de voz que no se discutía. Laura dio un paso atrás sin darse cuenta. —S-sí, mi… señor —tartamudeó. Los ojos del duque se entornaron. —Te comportas de forma extraña —observó—. ¿Qué pretendes ahora? "¿Pretender?" "¿Extraña?" Laura sintió un escalofrío recorrerle la espalda. El duque se acercó, deteniéndose a pocos centímetros. Levantó su mano y Laura se tensó instintivamente, esperando el golpe. El hombre sonrió, una sonrisa torcida y cruel. —¿Tienes miedo? —susurró con diversión venenosa—. Tú nunca tienes miedo. Laura apretó los labios. No podía dejar que él descubriera que algo había cambiado. Tenía que actuar. Tenía que sobrevivir. —Solo… estoy débil —mintió. El duque soltó un bufido de desprecio. —Debes dejar de comportarte como una niña. Recuerda cuál es tu deber. La boda con el príncipe Kevin es en dos semanas. No acepto más caprichos. Laura sintió cómo el alma se le escapaba del cuerpo. La boda. Esa boda. La boda donde Kevin la dejaría plantada. La boda que humillaría a la antigua Lucía. La boda que desencadenaría la traición, la ejecución… la muerte. No. Ella no podía casarse con Kevin. Ella no podía repetir ese destino. El duque la observó, impaciente. —Lucía —gruñó—. ¿Comprendes? Laura tragó saliva. Y dijo lo inimaginable: —No me casaré con él. El silencio cayó como un trueno. Los ojos del duque se abrieron en un destello de furia pura. —¿Qué… dijiste? Laura retrocedió dos pasos. —No pienso casarme con el príncipe Kevin. No pienso seguir tus órdenes. Un segundo. Otro. El duque tardó exactamente tres segundos en cruzar la distancia que los separaba. La bofetada la lanzó al suelo. El mundo dio vueltas. Un pitido llenó sus oídos. La mejilla ardió, y el sabor metálico de la sangre le inundó la boca. Laura tembló, no solo por el golpe, sino por la brutalidad inesperada. No era un hombre común. Era un depredador acostumbrado a golpear sin remordimiento. —Eres mía —escupió el duque, inclinándose sobre ella—. Y harás lo que te ordene. Te casaras con el príncipe. Conseguirás su poder. Y si vuelves a desafiarme… te haré recordar quién controla tu vida. Laura sintió un sollozo subir por su garganta, pero lo tragó. No podía mostrarse débil. No ante él. El duque la agarró del cabello y la obligó a mirarlo. —Mañana irás al castillo real. Permanecerás allí hasta la boda. Vigilarán cada uno de tus movimientos. Y si intentas escapar… te juro que acabaré con lo que queda de ti. La soltó con violencia, dejándola caer como si fuera menos que un objeto. Salió de la habitación sin esperar respuesta. La puerta se cerró con un golpe seco. Laura quedó en el suelo, temblando, jadeando, sintiendo cómo las lágrimas le ardían en los ojos sin poder contenerlas. No quería estar ahí. No quería este cuerpo. No quería ese nombre. No quería ese destino. Pero no podía volver atrás. —No voy a morir… —susurró, entre sollozos ahogados—. No voy a morir como tú, Lucía. Voy a cambiar esta historia… aunque me cueste todo. La luz del atardecer se filtró por la ventana, iluminando el rostro de la villana que ya no lo era. Laura cerró los ojos con fuerza. Y se hizo una promesa. "Desde hoy, este cuerpo… esta vida… serán mías." Esa noche, mientras intentaba dormir, algo apareció en el borde de su cama. Una figura. Alta. Silenciosa. Con ojos tan azules que parecían ver más allá de su alma. Laura contuvo la respiración. El hombre inclinó ligeramente la cabeza. —Lucía… —dijo con voz suave, profunda—. Tenemos que hablar. Laura sintió que la sangre se le helaba. Era el príncipe Kevin. Y no estaba ahí para saludarla.






