La vela agonizó entre los dedos de Lucía, pero no importaba: ya era demasiado tarde.
La figura alta y elegante de la reina estaba recortada por la luz tenue del pasillo. Su silueta, siempre firme, transmitía ese tipo de poder que no necesitaba levantar la voz para dominar un salón entero.
Sus ojos bajaron lentamente hacia el corsé bordado que yacía sobre la mesa.
Lucía sintió un escalofrío que le recorrió la columna entera.
Podría haber sido Kevin.
Podría haber sido Eduardo.
Pero no.
Era la reina.
La mujer más influyente del reino después del rey.
Alana se arrodilló de inmediato, temblando.
—S-su majestad… —balbuceó.
La reina levantó una mano, pidiendo silencio sin agresividad, pero sí con autoridad absoluta.
—Levántate, niña.
Alana obedeció de inmediato.
Luego, la reina entró a la habitación sin pedir permiso —y no necesitaba pedirlo—. Caminó despacio, con la dignidad que hacía temblar a cualquiera que se cruzara en su camino. Cada paso resonaba contra el piso, suave pero firme.
Se d