El amanecer no trajo calma al castillo.
El aire estaba cargado, pesado, como si incluso las paredes hubieran notado lo que ocurrió la noche anterior. El silencio que recorría los pasillos no era normal: parecía la respiración contenida de un edificio entero.
Lucía despertó tarde, agotada. Había llorado más de lo que admitía. Después de que Kevin diera la espalda y la dejara allí, destrozada.
Alana había dormido en la silla al lado de su cama, como un pequeño escudo humano que no tenía fuerza para protegerla, pero sí amor para intentarlo.
Cuando Lucía abrió los ojos, recordó lo último que vio:
la expresión fría de Kevin, la puerta cerrándose, la certeza de que había decepcionado a alguien… que incluso en su crueldad aparente había intentado defenderla.
Alana se movió, despertando de golpe cuando vio que ella ya estaba sentada en la cama.
—Mi lady… —susurró, con ojos hinchados y voz ronca—. ¿Durmió algo?
Lucía no respondió. No necesitaba hacerlo. Su rostro lo decía todo.
Alana apretó lo