El lunes amaneció con un aire extraño. El bufete, acostumbrado a empezar la semana con un bullicio lleno de carpetas nuevas, llamadas urgentes y tazas de café a medio terminar, estaba envuelto en un silencio espeso. Era como si todos hubieran pactado, sin decirlo, bajar el volumen para que los murmullos reemplazaran las voces, ya hace una semana que clara está suspendida, Mateo hoy no viene a la oficina.
Valeria lo notó apenas cruzó el vestíbulo. El eco de sus tacones sobre el piso de mármol parecía demasiado fuerte, demasiado nítido. Cada paso suyo arrancaba miradas furtivas: algunas cargadas de desprecio, otras teñidas de lástima, unas pocas de admiración forzada.
Un par de diseñadoras que conversaban junto a la recepción callaron de inmediato cuando ella pasó. Fingieron revisar unos planos, pero sus ojos la siguieron como dagas.
—Míralas —pensó Valeria, apretando el portafolio contra su costado—. Siempre tan valientes cuando cuchichean a mis espaldas, pero incapaces de sostenerm