El lunes amaneció pesado en el departamento. Clara llevaba una semana suspendida y aunque intentaba mantener la calma, había noches en que no podía conciliar el sueño. Esa mañana se levantó antes del sol. Caminó descalza hasta la ventana y apartó apenas la cortina: la ciudad aún bostezaba, las calles estaban húmedas por la llovizna nocturna.
Suspiró. Había vuelto con Mateo después de siete días de ausencia, siete días en los que él, por lo que entendió, se había consumido poco a poco en la culpa. Su regreso lo había aliviado, lo sabía por cómo la miraba, como si hubiera visto luz en medio de una caverna. Sin embargo, también notaba algo extraño en él.
El cuerpo no miente, se dijo. Y Mateo estaba pagando un precio muy alto.
Clara caminó hasta la habitación, esperando encontrarlo dormido, pero lo que vio la hizo detenerse en seco.
Mateo estaba en la cama, encogido, sudando copiosamente. Su cabello pegado a la frente, sus labios resecos, la respiración irregular. La sábana se afe