La clínica de Armuelles había comenzado a volverse una rutina monótona. Cuarenta días de paredes blancas, revisiones constantes y medicamentos administrados con precisión matemática. Facundo, que siempre había odiado la rutina, ahora se veía obligado a respetarla. Por fuera lucía mucho mejor: los hematomas habían cedido, la hinchazón del rostro ya no era más que una sombra, y las costillas, aunque todavía doloridas, permitían que pudiera sentarse y moverse con relativa independencia.
Pero por dentro, era otra historia. Los médicos habían sido claros: sus heridas internas aún necesitaban tiempo. Veinte días más de reposo y luego una revisión completa. Si todo marchaba bien, podría abandonar la clínica. Si no, tendría que prolongar su estadía otros quince días, bajo riesgo de que las fracturas no consolidaran bien y le quedaran secuelas.
Facundo había escuchado ese pronóstico con el mismo aire altivo que usaba para encarar a sus enemigos, pero en la soledad de la noche, se descubría