El cansancio empezaba a reflejarse en cada gesto de Clara. Caminaba con los hombros caídos, los ojos rodeados de sombras por las noches en vela, y un silencio que pesaba más de lo normal.
En la universidad, una de sus profesoras, Marcela Herrera la observó con atención. Era una mujer de carácter firme, pero con la sensibilidad de quien sabe leer más allá de los libros. Al verla entregar un trabajo con manos temblorosas, la detuvo con suavidad.
—Clara, ¿estás bien? —preguntó, mirándola a los ojos.
Ella dudó. Sintió el impulso de contarle todo: las noches de miedo, las visitas de Facundo, la angustia de sentirse perseguida. Pero al abrir la boca, las palabras se enredaron en su garganta.
—Sí, profesora… solo estoy un poco cansada.
La mujer arqueó una ceja, notando la evasiva. No insistió, pero tampoco la dejó ir con un simple “está bien”.
—Escúchame, Clara. A veces los problemas personales pesan tanto que nos impiden ver lo que tenemos delante. Y tú tienes talento. Mucho talento.