Clara vivía con una tensión constante. Facundo no desaparecía de su vida: a veces lo veía parado frente a la universidad, otras esperándola cerca de su trabajo, y en las noches, como un fantasma, lo encontraba merodeando frente a su edificio. Nunca hacía un escándalo, nunca levantaba la voz, pero su presencia era tan pesada como una cadena.
—Solo quiero hablar, Clara —decía una y otra vez, con esa voz que en otro tiempo la había seducido—. No me cierres así, tú eres mi vida, mi princesa.
Ella no respondía. Caminaba rápido, fingía llamadas, a veces hasta pedía a un compañero que la acompañara hasta la entrada. Pero por dentro, el miedo la devoraba. Sabía que Facundo no era un hombre que aceptara un “no” fácilmente.
Esa angustia empezó a reflejarse en todo. Las noches se llenaron de insomnio, y el agotamiento se notaba en su rostro. Y lo peor era que, sin querer, empezó a alejarse de la única persona que la hacía sentir tranquila: Mateo.
Él lo notó enseguida.
—Clara, ¿estás bien? —