Di el primer paso para salir del bosque y entrar en el fango de la calle principal. El Límite no era un pueblo; era una herida abierta supurando en la tierra. El olor a cerveza rancia, cuerpos sin lavar y humo grasoso que había sentido desde la cresta era diez veces más intenso aquí, una agresión a mis sentidos agudizados. Las cabañas de madera parecían a punto de derrumbarse, inclinadas unas contra otras como borrachos que se sostienen mutuamente. No había insignias de clanes a la vista, solo el sucio individualismo de los desesperados.
Lobos de todas las formas y tamaños me miraron al pasar. Sus ojos no tenían la disciplina de los guerreros de un clan, sino la vacía y depredadora mirada de los chacales. Vieron mi figura solitaria, mi ropa gastada, y en sus mentes, me catalogaron: una renegada, una fugitiva, una presa. Dejé que lo hicieran. Mi postura encorvada, mi mirada baja y errante; todo era un disfraz. Debajo, Nera estaba enroscada como un resorte, lista para saltar a la menor