La información de Elian era más que una simple grieta; era un terremoto subterráneo a punto de emerger. De vuelta en la seguridad ruinosa de mi cabaña, con la noche como única confidente, repetí las palabras en mi mente: Hechicera. Clan de las Mareas Negras. Magia de sangre.
El nombre del clan trajo consigo un eco del pasado, una memoria tan vívida que casi podía oler el humo de la hoguera del gran salón y sentir el peso del pelaje de lobo sobre mis hombros de niña. Tenía diez años, y mi padre, el Alfa, me estaba enseñando a leer las estrellas.
— Cada clan tiene su propia luna, Naira — me había dicho su voz, grave y resonante como el retumbar de un trueno lejano, mientras señalaba el cielo nocturno con un dedo calloso —. Nosotros seguimos a la luna llena, la Gran Madre, fuente de nuestro espíritu y nuestra luz. Su poder es claro, puro, disciplinado. Otros siguen a la luna creciente, la cazadora, o a la menguante, la sabia. Pero hay clanes que han perdido el camino. —
Su mirada se habí