Elena miró su teléfono por segunda vez en cinco minutos. La primera llamada de su madre había sido alarmante, pero confusa. La segunda, en cambio, la dejó inmóvil. No por la información en sí, sino por el temblor genuino en la voz de la mujer que la había criado.
— Camila... ha desaparecido.
Al principio, su rostro no se alteró. Alexander, sentado frente a ella, alzó una ceja al notar su rigidez repentina.
— ¿Pasa algo? —preguntó.
Elena colgó lentamente y respiró hondo antes de contestar.
— Mi madre dice que Camila se fue de casa. No contesta mensajes ni llamadas. Y... esta vez suena realmente asustada.
Alexander frunció el ceño, pero no dijo nada. Elena desvió la vista hacia la ventana, como si allí pudiera encontrar respuestas.
La ansiedad le golpeó el pecho como un eco lejano, casi olvidado, pero no dejó que se reflejara en su rostro. Su entrenamiento, su experiencia en ambientes hostiles, le habían enseñado a no derrumbarse cuando más vulnerable se sentía.
Y sin embargo, por dentr