El sonido de su nombre en la boca de Gabriel le heló la sangre. Era un susurro bajo, casi imperceptible, pero en ese instante, resonó en sus oídos como una condena.
Su instinto le suplicó que no se moviera. Le decía que, si permanecía en silencio, si se mantenía en las sombras, él no la vería. La oscuridad, su única aliada. Pero los pasos se acercaban. Rápido. Demasiado rápido. El sonido de sus zapatos marcaba cada segundo, cada latido del corazón de Vivian. Ella se congeló, apenas podía respirar.
Intentó moverse, pero su cuerpo no respondía. Estaba paralizada por el miedo, por la ansiedad que la consumía. Cuando finalmente reaccionó, su mente gritaba que debía correr, huir, escapar, pero ya era demasiado tarde.
Unos brazos fuertes la rodearon con una fuerza imparable, atrapándola en un abrazo que no pedía permiso. Gabriel la había alcanzado.
—¡Vivian! —su voz era baja, grave, como un rugido contenido, una mezcla de angustia y algo más que no quería comprender.
—¡Déjame ir! —gritó, su