Paz condujo con el corazón latiéndole a mil por hora.
Sus manos temblaban sobre el volante, pero no podía detenerse.
Miraba por el retrovisor con paranoia, convencida de que en cualquier momento vería aparecer los faros de un auto siguiéndola.
Cuando llegó a la estación del tren, su respiración era errática.
Bajó del auto rápidamente y, con torpeza, sacó las maletas. Luego, ayudó a las niñas a bajar.
—Mami, ¿vamos de vacaciones? —preguntó Mia con la inocencia de quien aún no entiende el peligro.
Paz se agachó hasta quedar a su altura y forzó una sonrisa, aunque sus ojos delataban su desesperación.
—Sí, mi amor. Vamos de vacaciones.
—¡Pero! ¿Y lobito feroz? —intervino Mila, aferrándose a la mano de su hermana.
El apodo que las gemelas le habían dado a Terrance la atravesó como un puñal en el pecho.
Un nudo se formó en su garganta, pero lo tragó con rapidez. No podía flaquear ahora.
—Niñas, olvídense del señor Terrance —su voz tembló, pero se obligó a sonar firme—. Él no existe. Nunca ex