Paz se encontraba sentada en una banca del parque, con las manos entrelazadas sobre su regazo, incapaz de ocultar el temblor que recorría su cuerpo.
Sus hijas reían, correteaban entre los juegos, inocentes, ajenas a la tormenta que se cernía sobre sus vidas.
Pero Paz no podía relajarse. No cuando sabía lo que esas pruebas de paternidad revelarían. No cuando su mundo entero estaba a punto de colapsar.
Sintió el viento fresco sobre su piel, sintiendo la angustia.
A lo lejos, entre las sombras de los árboles, Terrance las observaba con una intensidad contenida.
Sus ojos brillaban con una mezcla de certeza y desesperación. Algo dentro de él lo empujaba a acercarse, a tomarlas en sus brazos, a recuperar lo que alguna vez fue suyo.
—Sé que son mis hijas, Paz… lo sé —murmuró para sí mismo, con el pecho apretado por una emoción desconocida—. Y no voy a perderlas otra vez. No lo permitiré.
Dirigió una mirada severa a uno de sus hombres de confianza.
—No las pierdas de vista. Nada les debe pasar