Los días avanzaron con una lentitud exasperante para Paz.
Apenas había podido dormir o comer, y cada amanecer la ansiedad se apoderaba más de ella. No dejaba de preguntarse si estaba lista para enfrentar la verdad que esos resultados traerían consigo.
El destino ya estaba escrito: los resultados estarían listos a mediodía y solo serían entregados a Terrance Eastwood en el bufete de abogados.
Ella no tenía control sobre lo que vendría después, y esa incertidumbre la consumía.
Esa mañana, mientras preparaba a sus hijas para dejarlas con la niñera, sentía el pecho oprimido.
Se arrodilló para ajustarle el lazo a Mia cuando la niña la miró con esos enormes ojos llenos de ilusión.
—Mami, ¿y nuestro papito nos llevará a vivir en su castillo? —preguntó con la inocencia de quien no conoce de traiciones ni rencores.
Paz tragó saliva, obligándose a sonreír.
—No, mis amores, ustedes vivirán conmigo, ¿o quieren estar lejos de mí?
—¡Nunca! —dijeron al unísono, abrazándola con fuerza.
—Pero, mami, po