El rostro de Francisco se torció en un rictus de rabia pura.
Sus ojos, ennegrecidos por la furia, chispeaban con un brillo peligroso cuando se acercó a Arly con pasos lentos, amenazantes.
Sin previo aviso, le agarró el rostro con ambas manos y pellizcó sus mejillas con fuerza, obligándola a mirarlo fijamente.
—¡¿Qué dices?! —su voz fue un rugido seco, cargado de incredulidad y enojo—. ¿Te escuchas a ti misma? ¡Estás delirando!
Arly sintió el ardor en su piel, el apretón era doloroso, pero lo que más le dolía era la sensación de haber cruzado una línea de la que ya no podría regresar.
—Francisco… —susurró con la voz temblorosa—. ¡No hagas daño a Aldo!
Él parpadeó. Hubo un breve instante de silencio antes de que soltara una carcajada incrédula, como si lo que acababa de escuchar fuera tan ridículo que no pudiera más que reírse.
—¡Arly! —bufó, sacudiendo la cabeza—. ¿Escuchaste mal o estás inventando tonterías? Yo no soy un asesino, ¡estás loca! —se llevó las manos al pecho con un gesto e