Eugenio apretó los puños con tanta fuerza que sus nudillos se tornaron blancos.
Su mirada fulminante se clavó en Arleth, quien, al percatarse de su furia, pareció encogerse en su propio cuerpo, temblando.
El miedo la paralizaba. Sabía lo que se avecinaba.
Pero Eugenio no pudo contenerse. Con un rugido de rabia, se abalanzó sobre ella, sujetándola del cuello con ambas manos.
—¡Embustera! ¡Traidora, maldita! —su voz resonó como un trueno en la habitación.
Arleth jadeó, su rostro enrojecido, sus ojos desorbitados suplicando clemencia.
—¡Eugenio, suéltala! —gritó Mia, corriendo hacia él—. ¡No vale la pena!
La voz de Mia fue la única ancla que lo hizo regresar a la realidad. Respiró con dificultad y aflojó la presión, dejando caer a Arleth como un trapo viejo.
—¡Vete! —rugió—. ¡Vete de aquí antes de que me arrepienta de soltarte!
Arleth tosió desesperadamente, su pecho agitándose con espasmos de aire.
Con lágrimas en los ojos, se arrastró hasta los pies de Eugenio, aferrándose a su pantalón